La compasión por el viejo que duerme entre cartones en un rincón de la calle, el deseo no pronunciado de que su situación se alivie, la angustia cuando se para en el futuro, y ese miedo a depender de los demás en algún momento. El estrés de cargar con demasiadas responsabilidades, la suspicacia que le genera volver a tener que confiar en quien lo engañó, la incertidumbre envuelta en espinas, el cuidado de la mujer que lo recibe al atravesar el umbral, el apretón de brazos de su hijo que le agarra por las piernas por la mera alegría de que ya está ahí y la sonrisa legítima que le despierta un guiñol hecho de papel y que le transporta a la inocencia de la niñez. Las noticias de la prensa que hacen a unos más iguales que a otros, como siempre, y el dulce que le trajo a su madre, que está deprimida, porque sabe que le gusta. El amor y los cuidados que da a quien lo necesita, o su visita a sus suegros para quedar bien, remar con otros por el gusto de compartir. Ese no estar acostumbrado a p