A mi pequeño maestro


Cuando te conocí arrastrabas una carga muy pesada,
llevabas incrustados los clavos de Cristo.

Más tarde tus piernas dejaron de llevarte
para dejarte acostado mirando tu mundo de niño.

No te oí quejarte de esto, lo aceptaste como el respirar.

Querido maestro, 
siempre te amaré y me acordaré de tu sonrisa
y de lo que te gustaba comer chocolate.


Por María José Pozo