LAS ESPERANZAS DE TODO A 100
Gran parte
de nuestra infelicidad proviene de lo que esperamos de las situaciones en las
que nos implicamos.
Creemos que todo ha de ir conforme hemos previsto, y si esto no sucede así, nos enojamos.
Creemos que todo ha de ir conforme hemos previsto, y si esto no sucede así, nos enojamos.
El problema
de esta actitud radica en que es demasiado inflexible respecto a cómo la vida
transcurre realmente. Las cosas pueden ocurrir tal cual hemos señalado, o de
una manera contraria y paradójica.
Querer no
es poder. La volición no lo consigue todo.
La realidad
es bastante tozuda y usted no puede medir tres metros de altura por mucho que
ponga en ello todo su empeño.
Es preciso
poner luz sobre nuestros excesivos deseos con los que intentamos subyugar las
cosas. Convertir en un absoluto irrefutable que se ha de cumplir sí o sí porque
uno lo quiere o le viene bien es parecido a intoxicarse con su propio
pensamiento.
Obviamente,
es más saludable, y soporta mejor cualquier prueba de realidad, el desarrollar
la inclinación a que las circunstancias
sean como uno ansía pero solamente como el que deposita ahí sus mejores
esperanzas, sin esperar necesariamente que rindan. Esperar está bien, y
trabajar duro en ese sentido, pero sin creer ciegamente en esa idea por el mero
hecho de que pensamos que nuestras aspiraciones sean muy legítimas o merecidas las
cosas van a suceder tal como hemos pronosticado.
A menudo la
gente se desgasta y desfallece, o se deprime, o va repitiendo el mismo error
hasta el infinito, llora, se enfada, o incluso mata porque no puede soportar
que la realidad no sea como había milimétricamente premeditado.
Su visión
egocéntrica, desde el centro de sí, le devuelve un mundo que gira a su
alrededor y él es el punto de apoyo para moverlo. Esta mirada está desenfocada
y denota una inflación del yo que construye desde ese único punto el relato de
los hechos.
Afortunadamente,
la realidad es más amplia y por ello no puede elevarse una visión sin contar
con cada uno de los innumerables puntos de vista de los otros y de las leyes
naturales y sociales en las que se mueven.
Pensamos,
como lo haría un niño que todavía no es capaz de descentrar la realidad de sí
mismo, que somos el centro del Universo y este pensamiento no es neutro sino
que comporta fatídicas derivaciones, tiene consecuencias si medimos mal.
El precio
de estas idealizaciones se paga cuando la realidad en la que creíamos con
vehemencia naufraga contra las piedras de lo que efectivamente es, dejándonos
aturdidos y desolados, entre la rabia y la impotencia.
Lo relativo
es relativo.
Y nuestro
existir se da entre el miedo y la esperanza.
Anhelamos
proyectarnos en un futuro mejor, conseguir cuanto deseamos. Aspiramos a lo
mejor, a obtener el máximo, lo queremos todo, menos las pérdidas. Eso no lo
queremos. A ellas les tenemos miedo.
Es, desde
luego, una fantasía infantil.
Haríamos
bien, pues, en suavizar nuestras entusiastas expectativas sobre los objetos,
sobre las situaciones y, especialmente, sobre lo que esperamos de las demás
personas.
Advirtamos
la disposición de lo que tenemos delante, tal cual se nos aparece, sin querer
disminuirlo, sin pretender amplificarlo.
Necesitamos,
usted y yo, todos, soltar nuestros propios propósitos personales, renunciando a
imponer forzosamente nuestro punto de vista.
Así es,
gran parte de nuestro dolor viene de esa inflación con que hinchamos las cosas
proyectando nuestros deseos en ellas.
Haga cuanto
esté en su mano, si la situación lo permite, pero no convierta sus pretensiones
en hechos de obligado cumplimiento para llegar a su satisfacción personal.
Trabaje,
haga cuanto pueda pero no se obceque en esperar demasiado, y le irá
mejor.
Hemos
de desechar las esperanzas de todo a 100, cuando se nos presentan como
exageradas, inexorables y de obligado cumplimiento.
A
veces lo barato sale caro. Créame.
Por María José Pozo