CUANDO NUESTRA MENTE NOS HACE INFELICES

En la vida nos encantan algunas cosas mientras que otras nos desagradan. Por ejemplo, nos gusta nuestra casa, no está mal pero nos parece que no se acaba de adaptar a lo que queríamos. Es demasiado pequeña, o demasiado fría, o demasiado alejada del centro, o no tiene apenas jardín, o le falta una habitación o la cocina es demasiado angosta.
Está bien, sí, pero no es la mejor ni alcanza todo lo que puede imaginar nuestras expectativas y por tanto quedamos insatisfechos a la espera de que aparezca una oportunidad para cambiar de domicilio y comprar otra mejor. 
Lo mismo sucede con nuestra propia vida. Queremos ser los más guapos, los más ricos, los más inteligentes, los más simpáticos, los más virtuosos, los más envidiados, y por ello nos criticamos mucho en nuestro fuero interno, cuando nadie nos ve si no lo logramos.
Tomamos la medida de lo que somos, o de lo que "deberíamos" ser mediante esas milongas de lo que nos hemos creído o nos han querido vender.
Nuestra autoestima se liga a todo ello, y al final se resiente, claro.
Apoyamos a nuestros hijos en el colegio, en su progreso profesional, se esfuerzan, son buenos, o quizá sólo esforzados con entusiasmo o pasan de todo y están hundidos en el hedonismo de lo efímero y superficial. Sea como fuere nos importa su futuro, les sometemos a una estresante agenda de actividades para que no se queden atrás en nada, por si "acaso". Pero en ese intento de apoyarlos podemos pasarnos de cuerda y tirar demasiado hacia un lado porque en numerosas ocasiones proyectamos en ellos lo que nosotros no pudimos, o no quisimos y perdimos como oportunidad. Y ellos son ellos. 
Tal vez esperamos demasiado, deseando que sean los mejores, que su futuro sea esplendoroso y ellos brillen y el mundo se postre a sus pies, queremos que tengan un vida cómoda, que los problemas no les ronden y les resulte todo sencillo. 
Y en múltiples facetas actuamos con las mismas premisas, invirtiendo una gran cantidad de nuestra energía en conseguir obtener no algo que esté bien, que sea bueno, sino en que sea lo mejor. Porque de otro modo no nos satisface.
Sí, deseamos alcanzar lo mejor de lo mejor, la excelencia en cada gesto, y limitarnos a lo que está bien o es suficiente, o a lo que consigue un cierto esfuerzo nos parece conformarnos.Y no nos gusta tener que conformarnos.
Queremos ganar, sí, ganarlo todo de todo, sin asumir que en la vida es natural que haya pérdidas.
Y esta obsesión por las ganancias nos enfoca paradójicamente en vivir centrados en la carencia. De modo que nos movemos fijándonos en lo que se pudo haber hecho, en lo que nos faltó para conseguir la meta ansiada, en lo que perdimos, en lo que otros ganan más que nosotros, en las renuncias a las que tuvimos que asumir por que nuestros anhelos no fueran colmados.
Y ello crea un problema innecesario y que bien nos podríamos ahorrar.
Nuestros deseos son desmesurados. Siempre queremos más. Siempre ambicionamos lo mejor. Todo lo demás se reviste de un tizne humillante, un quedarse a mitad de camino en tierra de nadie, como aquel que tiene que tirar con los despojos de lo que sobra.Y eso nos sitúa en una mente intoxicada por ideas muy negativas que nos despiertan sentimientos del mismo rango.
Muchos de nuestros problemas se construyen desde estas coordenadas mentales.
Lo racional sería ser realistas y saber cuándo es recomendable limitar nuestros deseos porque nos tiranizan y nos conducen a la infelicidad e insatisfacción.
Corremos en tantas ocasiones tras utopías en las que proyectamos nuestros pretensiones de prosperidad, de bienestar y comodidad. Utopías que son paraísos perfectos que existen sólo en nuestra cabeza y que cuando se hacen realidad nos damos cuenta de que prometían más de lo que nos podían dar.
El desfase está en la relación que creamos con los objetos, con la vida, con lo que esperamos nos devolverán todos ellos.
La mente que solamente persigue, espera y desea obtener lo mejor de todo cuanto tiene ante sí, es una mente que no puede llegar a tener paz. Estará enfocada en traer nuevos problemas.
Como no logra lo que espera, experimenta decepción, y aunque en su vida se den cosas buenas no las sabrá apreciar. Se sentirá mal, desilusionado y reaccionará a su frustración creándose nuevos problemas donde existía una posibilidad real de felicidad.
Por ello, será principal que aprendamos a contener aquellas aspiraciones de perfección que no solamente consumen nuestras valiosas energías sino que también nos convierten en desdichados.
Podemos intentar hacer todo lo mejor que podamos, eso está bien. El problema surge cuando sólo vemos eso como medio para llegar a nuestra felicidad.
Podemos pretenderlo y no conseguirlo, podemos equivocarnos. No es un asunto tan serio. Podemos insistir.
Queremos lo mejor pero todo lo que no lo sea no debería ser un impedimento para nuestra salud mental.
Podemos ser felices, incluso no obteniendo lo mejor, porque la felicidad es un estado mental.
Imagine que tiene todo de todo lo que pueda imaginar, sus deseos están colmados en todas sus aspiraciones. Sin embargo, alguien pasa junto a usted y comienza a insultarle duramente o más sencillo le escupe.
Usted pierde la calma, se enfada y toda la felicidad que exudaba con todos esos logros y objetos que había conseguido y de los que se sentía tan orgulloso se pierde.
Con todo, de súbito, usted no tiene nada entre las manos, mas que su propia infelicidad.
Considere un asunto.
Tome consciencia de que su felicidad es un estado mental más que dependiente de cualquier ente externo. 
No se lleve a engaño.
Por María José Pozo