CIEN MANERAS DE ESCAPAR DE UNA CAJA

Vivimos mirando siempre hacia afuera. 

Qué lindo día hace, y aquellos de allá cómo destrozan cuanto encuentran a su paso, y los otros a lo suyo, y anda en qué líos se mete éste o qué nuevo entretenimiento para matar el tiempo se habrá inventado el P. Y aquel que le dice aquello tan feo al otro, y aquella con su indolencia egoísta de estar siempre en medio de lo que quiere aprehender.

Y mira que si al final campan a sus anchas los anchos y los estrechos pues eso, reconcentrados a un lado.

Y nuestra visión de la vida se resume a sondear la textura de lo que pisamos, no vaya a ser que nos acabemos por caer, o a decirnos que eso que vemos es lo que hay y apretamos los dientes o pegamos saltos según como esté decantado el saldo de la situación...

Así se suceden nuestros días, atentos a lo externo y ello deviene un hábito tan arraigado que llega un momento en que sentimos que todo se nos ha descontrolado.

Perdemos las referencias, los ejes se han trastocado y tenemos la sensación de que todo está fuera de su sitio, como si alguien mientras dormíamos en nuestra dulce inconsciencia nos hubiera querido gastar una broma pesada borrando cualquier identificación a la que asirse, en la que encontrar refugio.

Pero pensemos con calma, padecemos las consecuencias de nuestro propio accionar. Ese fijarnos exclusivamente en el exterior nos ha desprovisto de un eje que nos aporte una estabilidad confiable.

Al estar continuamente mirando afuera, enfocando allí nuestros egocéntricos anhelos, nuestro interés primordial persiguiendo esto o lo otro, no importa, hemos entrado en un laberinto que es un juego de espejos que solamente refleja nuestra ambición y todo aquello que la satisface o en lo que encuentra un impedimento.

En realidad, en un mundo plagado de gente, de pronto, nos sentimos solos, irremisiblemente solos, por mucho que cualquier piel pueda estar más o menos próxima y pensemos que así mitigaremos nuestras ansiedades. 

Es una soledad en medio de personas, atestada de una angustia que no se puede comunicar a nadie.
Los que la sienten ahora, o los que en algún instante la han sentido, saben reconocerla en una mirada.

Ese descontrol que experimentamos nos hace sentir inquietos y para salir de ese sentimiento, a veces, huimos hacia adelante, multiplicando las experiencias, cambiamos a unos por otros, movemos o intensificamos nuestras obsesiones, como intento de reforzar una línea de acción. Y esa persistencia contribuye a incrementar el caos externo, de modo que los problemas se multiplican y las situaciones se consumen y agotan dejando un poso de insatisfacción.

Este modo de operar mastica mucha frustración y aunque parezca que apuramos la experiencia en realidad nos va vaciando.

Estaría bien ser algo más honestos con nosotros mismos, dejar de estirar las mentiras y las fantasías como forma escapista de enfrentar nuestra propia existencia.

Tal vez no nos guste en absoluto una persona, quizá haya hecho méritos para ello, es cierto; acaso este tramo de su vida se le atraganta o no puede con una situación determinada.

Le pediría que deje de mirar al exterior y que mirara hacia adentro. Lo que convierte una circunstancia en descontrolada no es la dinámica de la misma sino la emoción que despierta en nosotros. Es con eso con lo que no podemos, ese es el verdadero obstáculo.

Tenemos que trabajar sobre nosotros para poder enfrentar con valentía cualquier impedimento, cualquier animadversión, cualquier problema. Tenemos que aprender a gestionar nuestras emociones. 

¿Pero que nos lo impide?

El miedo.

Nos lo impide el miedo que tenemos a enfrentar lo que tenemos dentro porque estamos tan habituados a vivir para los demás que nos hemos convertido en desconocidos para nosotros mismos.

Pensamos que esa mirada hacia el interior nos puede romper, creemos que el verdadero enemigo está ahí agazapado, agazaPADO.

Excusas.
Son excusas.

No hay una felicidad genuina que no surja de adentro, pero para que ésta pueda expandirse hemos de ir limpiando todos los obstáculos que se oponen a la misma. Y estos no están afuera, ni siquiera son los otros con sus buenas o malas acciones. En realidad los demás pueden ser como les dé la gana, no es relevante.

El conflicto radica en querer que las cosas sean de la manera que nosotros queremos que sean, la inestabilidad surge de querer parar lo que no se detiene, retener lo que se escapa o apropiarse de lo que no es de nadie. 

La calma llega cuando uno acepta su mundo, con condiciones externas favorables o desfavorables, en su absoluta crudeza real. 

En realidad, la fortuna es saber esto porque nos ahorra de perseguir muchas quimeras y acumular frustración. 

Cuando enfrentamos nuestros monstruos internos lo hacemos con afecto y compasión, no añadiendo más dolor a la situación. Entendemos lo que reclaman, damos audiencia a esas voces tanto tiempo acalladas que nos hablan de dolores enquistados, de traiciones y sinsabores, de humillaciones sufridas, de injusticias y arbitrariedades, de quizá pude o nadie me quiere o de nunca podré...

Las acogemos y escuchamos, dándoles espacio y sintiendo la fuerza con la que golpean. Porque sepa eso, golpear golpean con fuerza pero esa fuerza si no reaccionamos, se va diluyendo en sí misma. Cuando el mal no encuentra oposición se fulmina a sí mismo. 

Tal vez sintamos que nos enciende la cara la ira, y de pronto unas lágrimas se deslicen por nuestras mejillas. La tristeza. Una tristeza límpia y prístina como nunca habíamos experimentado. Calma. Y una cierta alegría muy profunda que nace de la aceptación de la situación plenamente con su parte positiva y negativa.

El dolor es una etapa que se ha de transitar y que se puede trascender.

Podemos pasarnos la vida huyendo de él, es cierto.

Hay más de cien formas de escapar de una caja, es verdad.Pero esa caja tampoco es real, solamente nos devuelve el eco de nuestra propia imagen del mundo y de la forma en que pretendemos mantener esa misma imagen personal intacta.

Si cediera a esa ilusión, si se relajara un instante, se convencería de que esa imagen de usted que quiere prevalecer es la de un charlatán que solamente trabaja para sí, ni siquiera para su propio bien. Es un gran cuentacuentos que solamente habla y habla esperando que le atiendan con su cháchara en todas sus exigencias y reclamos.

Podría perfectamente prescindir de él, como lo viene haciendo. 

Es un arduo trabajo, lo sé, pero si lo piensa bien nos pasamos gran parte de la vida apuntalando la imagen que éste crea y eso es todavía más laborioso.

Y todo esto que le explico es difícil porque funcionamos con automatismos, reaccionando a lo que nos va aconteciendo. No somos conscientes de nuestra respuesta, tan solo la damos y ya está.

Tomar consciencia de nuestros pensamientos, de lo que decimos es vital para que las paredes de esa caja se desmoronen, para poder escapar de esa prisión interior que circunda nuestra libertad. 

Porque la verdadera libertad es una disposición interna, y usted la nota cuando actúa correctamente, cuando su acción no enturbia el mundo ni a otros sin necesidad, cuando acepta las consecuencias, cuando construye un mundo mejor para todos, no solamente para usted. Cuando en su cabeza no la atraviesa ningún eco y puede vivir en paz. 

La libertad o esta dentro o no está en ninguna parte.