EL BACHE DE LA DEPRESIÓN
La persona deprimida se siente
triste, profundamente triste. No es una mala racha, ni algo pasajero, que
mejora cuando mejoran las circunstancias, no.
La depresión va más allá de un
estado de tristeza circunstancial.
En ocasiones, se presenta
solamente un sentimiento contundente de irritación, que en realidad, es la
cáscara de la tristeza que no se reconoce a sí misma.
Cuando los síntomas son severos
ningún sentimiento predomina sobre los demás, más bien la persona se mueve en
una anestesia afectiva en la que expresa que no puede sentir nada, como si se
hubiera vaciado. O de otro modo, en otros casos las sensaciones de angustia, de
ansiedad constante, de pesadumbre y abatimiento serán las que se le impongan.
Uno se mira y se siente apático,
indiferente a las cosas que en otro instante le hacían emocionar, por lo que
aquello con lo que disfrutaba ahora no es un refuerzo positivo que le mueva a
seguir buscando. Prevalece una sensación de abulia, de hartura a la vez que la
persona se va instalando en una inhibición de su conducta. Uno no hace nada
pero hay una sensación de fatiga demoledora. Poco a poco todo su mundo se
ralentiza: su habla, su capacidad de responder moviéndose, sus gestos.
Aunque reversible se producen
cambios en la capacidad cognitiva de la persona, es decir, la memoria, la
atención, su resistencia a la fatiga mental, incluso la velocidad
a la que piensa, disminuyen o se ralentizan. Cuesta decidir sobre el más nimio
detalle, decidir se convierte el algo torturante y complicado.
La manera en que ahora se ve la
experiencia queda tamizada por el trastorno. Así, la realidad que enfrenta se
ve distorsionada, incluso a uno mismo. Son habituales los pensamientos de
autodesprecio, el peso aplastante de la culpa y las ideas de muerte. Sin
embargo, esta inactividad conductual no se corresponde con la mental. Su mente
no para de rumiar, de amplificar con sus pensamientos las propias emociones
negativas en las que se sumergen. Desearía que su mente pudiera detenerse un
momento, descansar psicológicamente, pero no lo consigue.
Y esta deformación de la
realidad puede ser tan grande que adquiera un color psicótico en el que
aparezcan ideas delirantes de ruina, de pecado o de catástrofes.
En nuestra cultura, el síntoma
físico es tantas veces el vehículo de expresión de un conflicto interno que no
se reconoce y esto se ve en las
consultas del médico generalista que afronta los síntomas somáticos sin más,
cuando puede ser que estén enmascarando una depresión.
El sueño se rompe, y o no se
duerme bien o se duerme demasiado. El apetito y el peso cambian, al alza o a la
baja, depende. Disminuye el deseo sexual, aparecen molestias corporales, puede
doler la cabeza, la espalda, sentir náuseas, vértigo o dolores inespecíficos y
sin una causa orgánica que los explique.
El interés por los demás se
aminora, consecuencia de todos estos síntomas que contribuyen a que la persona
esté falta de energía, de motivación, aprisionada en una isla de desesperanza de la que no sabe
cómo salir.
La gente, interpreta a la vez
este posicionamiento negativamente y entonces le rechaza, lo cual favorece que su aislamiento sea más penetrante.
La persona interpreta en base a
su vivencia su pasado, el futuro, lo que se puede esperar de todo, incluso de
sí mismo, y concluye que no hay solución, todo se le revela como algo oscuro y
difícil, carente ya de sentido.
Quisiera, tal vez, poder
agarrarse a algo, creer con fuerza en algo, el alguien, pero no es una cuestión
que la voluntad remedie. No se sale con voluntad, se necesitan otros
instrumentos, un método.
Ahí entra el profesional, el
psicólogo. Juntos pueden crear un espacio en el que la persona pueda rehacerse.
Rehacerse sí, porque cuando alguien sale de una depresión, nace otra vez, de
algún modo.
María José Pozo