SU RELOJ SE PARÓ
Cuando alguien que amamos muere experimentamos fuertes sentimientos que se van apaciguando si somos capaces de ir soltando poco a poco.
La vivencia del tiempo cambia.
De golpe uno se ve suspendido en la nada, en una dimensión sin tiempo consciente, observando a su alrededor un mundo envuelto en una bruma que convierte los objetos cotidianos en extraños, en un espacio atemporal en el que con dificultad se juntan unos pensamientos sobre la mecánica que mueve esa realidad.
Se mira sin ver, se está presente sin esta, y la realidad se torna tan real, tan descarnada, que apenas queda el esqueleto que la sostiene.
Así, la estructura de lo real se desmorona y se torna irreal. Aquellos lugares habituales parecen otros muy distintos, tanto que los reconocemos con perplejidad.
Las emociones quedan contenidas tan adentro que el entorno se vuelve plano y anodino. Las demás personas no nos sugieren nada, más allá de lo que se ve.
Estas alteraciones perceptuales que aparecen en las primeras fases del duelo no nos han de preocupar. Son normales y transitorias. El contorno conceptual de esto que nos está sucediendo se conoce en psicología como desrealización.
Ésta es una perturbación pasajera de nuestra vivencia personal del mundo exterior y de nuestra experiencia en él.
Digamos que uno queda sumergido en un estado inicial de sorpresa, de shock, de colapso.
En ocasiones, a esta desrealización puede acompañarla una sensación similar pero referida a uno mismo. La despersonalización es una alteración de la percepción de la vivencia del propio yo en la que nuestra subjetividad ve en nuestra persona a alguien extraño que no reconoce.
El tiempo es implacable, así que independientemente de lo que estamos atravesando en ese momento sigue su curso.
El tiempo pasa y llegamos a sumergirnos de nuevo en la realidad de siempre. Ahora parece la misma de antes pero algo ha cambiado.
El vínculo que hemos perdido para siempre se empieza a hacer evidente en cada una de las ausencias del día.
La pérdida se hace presente, instante a instante. Las emociones brotan y se descontrolan. Se nublan los ojos, se hace un nudo en la garganta, la tristeza lo llena todo de golpe y poco a poco se vuelve a la calma y a la realidad.
Los siguientes días, uno se despierta del sueño de la noche y vuelve a tomar consciencia de que esa persona no volverá, de que no estará más que como un pensamiento que atraviesa la mente y el corazón. Este hecho es el primer pensamiento ante el que uno se rinde cada mañana.
Se habla en alto. No ha de causarnos desasosiego. Es otra fase. Hay incluso personas que lo harán hasta su final. En principio, no hace daño a nadie.
Nuestra mente discurre a través de pensamientos... ¿Cuántas veces no se ha sorprendido usted a sí mismo refutándose, halagándose, increpándose respecto a algún otro pensamiento que le sobrevenía?
En nuestro interior suele haber este diálogo interior. Solamente hemos de intentar no salir desquiciados de él. Cuando nos atascamos en las cualidades negativas que sentimos que tenemos y nos regañamos y nos castigamos con palabras toscas nuestro dolor se acrecienta. Eso no nos va a ayudar a mejorar.
Hemos de aprender a tratarnos con respeto.
Lo importante es mantener la cordura. No dar pábulo a los pensamientos que nos destruyen. ¿Cómo? Observándolos sin más. Si insistimos, persistirán.
Bien, uno puede hablar o no en alto con quien falleció.
El caso es que una vez empiezan a brotar las emociones estas pueden ser muy variadas y contradictorias dependiendo del tipo de relación que desarrolláramos con esa persona.
Así, podemos ir de la tristeza de la separación, a la rabia por perder una figura de apego tan importante, a la alegría por sentir que esa muerte podía suponer la liberación de un dolor sin remedio de ese ser, como cuando la enfermedad de alguien lo ha convertido en desahuciado por los profesionales médicos, al asco en el sentido de que el mismo recordar el hecho nos puede hacer experimentar malestar físico, ahogo, náuseas..., o al miedo al qué será de nosotros a partir de ahora...
Uno anda y desanda. Tan pronto está bien como se siente abatido y se derrumba.
Se abre un vacío y se piensa en la propia muerte, en lo veloz que la vida transcurre.
Así es.
Se abre un vacío y se piensa en la propia muerte, en lo veloz que la vida transcurre.
Así es.
Tic Tac.
El tiempo fluye. Queda ahí como marco de referencia que apuntala cuanto vamos viviendo.
Quizá esa persona que usted ama y de la que se acaba de despedir sufría algún tipo de demencia. Tal vez usted ha tenido que ir adaptándose a los cambios de ciclo, a la vuelta hacia atrás del tiempo, al regreso de una "cierta" infancia.
Acaso volvió a vivir la experiencia de poner pañales, a preparar papillas, a vestir a otra persona de pies a cabeza, a salir con el carro a la calle porque su ser amado ya apenas si podía caminar.
Tal vez, dentro de todas las desmemorias que existen esa persona se adentró en la más benigna y mantuvo su personalidad optimista hasta el final.
Quién sabe.
Pudiera ser que ese señor, esa mujer, fuera cualquiera de sus padres cuya enfermedad les situó de nuevo en la niñez, en una mente infantil con momentos luminosos de cordura adulta y lucidez, con un corazón expansivo y grande donde caben todos.
Si es así, es posible que elaborar el duelo resulte más sencillo ya que lo bueno supera a lo malo.
Sin embargo, hay demencias que lo arrasan todo y que dejan en una situación de ambigüedad a las personas cercanas. A menudo esa propia presencia se vive como una ausencia en vida. Y cuando llega la muerte queda un sedimento de emociones ambiguas, confusas.
No hay un hilo conductor lógico al que asirse, la persona no está estando y cuando deja de estar para siempre despierta sentimientos muy dolorosos por todo lo que se la ha visto perder y sufrir. Incluso, parece que se respira con alivio porque nos cuesta aceptar el sufrimiento sin remedio.
El caso es que ahí está, también existe.
En esos casos, en los que no ha habido la posibilidad de interactuar con la persona que hemos perdido porque el deterioro de su mente nos lo ha impedido es aconsejable hacer algún acto que nos permita cerrar ese vínculo.
Podría escribir una carta a esa persona, dedicarle unas últimas palabras de adiós con las que usted le explica lo que ha significado en su vida, las cosas buenas que le ha aportado, lo que ha aprendido de ella. Enfatice lo positivo de ese vínculo. Y respecto a las cosas negativas no se enzarce en reproches, no incremente las heridas que ya tiene.
Más bien, lo que es aconsejable es que usted perdone a esa persona por todo el mal que le haya podido hacer, que entienda su ignorancia, que no entre a juzgar su buena o mala fe.
Entienda las circunstancias que le pudieron llevar a actuar de esa manera, no digo que lo justifique sino que comprenda, y suelte la situación. Perdone.
El perdón nos libera de un vínculo que de otra forma se torna tóxico, porque quedamos sometidos a él, estableciendo una relación infinita en nuestra mente con ese ser que odiamos.
Debemos liberarnos y mirar hacia adelante.
Sea cual sea su situación, despídase y continúe con su vida.
Mire su vida nuevamente a la luz de esta vivencia.
Cambia.
Quizá sus prioridades se han movido un poco.
Vea.
Encuentre un sentido.
Recupere su pasión, pero una pasión con calma. ¿Por qué vivir agitados?
Mire a los demás.
Hable con ellos, no se aísle.
No quiera convertirse en un mártir, ni en el eje sobre el que ha de girar el mundo.
Usted sufre y quiere estar bien. A los otros les ocurre lo mismo.
Vea lo siguiente.
Usted sufre y quiere estar bien. A los otros les ocurre lo mismo.
Vea lo siguiente.
Cuando ayudamos al mundo, el mundo deja de pesar y nuestras penas se vuelven más livianas.
¿Sabe?